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sábado, 30 de abril de 2011

Pequeños fragmentos, grandes obras: Thomas Mann


En una nueva entrega de "Pequeños fragmentos, grandes obras", tenemos el agrado de presentar al inmenso escritor novel Thomas Mann, nacido en Lubeck y que, a sus tempranos veintiséis años, revolucionó el mundo literario con la novela "Buddenbrook" que narra la decadencia de la familia burguesa que le da el título a la obra. Muchas veces he imaginado que el oficio de escribir era muy similar a un partido de tenis, donde el escritor enfrentaba a la ficción del otro lado de la red y, partiendo de esta peculiar comparación, pienso que Thomas Mann era ese tenista perfecto. Un jugador comparable a Roger Federer por sus movimientos de piernas y a Ivan Lendl por su frialdad. En esta oportunidad, les presento un fragmento de su novela "La Montaña Mágica" donde el protagonista Hans Castorp le pide un lápiz a Clawdia Chauchat y, cómo esa situación trascendental para Hans es tratado por la pluma de Thomas Mann con una distancia admirable que, justamente, hace del texto, en su contraste, una obra maestra...

Taller Literario La Colmena


Hans Castorp miraba por encima del hombro de
Joachim a uno de los dibujantes y se apoyaba en el
hombro de su primo; sujetándose la barbilla con la
mano y teniendo la otra en la cadera, hablaba y reía. Y
también quería dibujar; reclamó en voz alta y obtuvo el
lápiz, un trozo que apenas podía coger con los dedos.
Protestó contra aquella colilla con la cara elevada hacia
el techo. Protestó en voz alta y maldijo la insuficiencia
del lápiz mientras dibujaba con mano rápida un
monstruo verdaderamente espantoso, primero sobre el
cartón y luego terminándolo sobre el mantel.
—Esto no vale —exclamó en medio de las risas— ,
no se puede dibujar con semejante trasto. ¡Que se vaya al diablo!—Y arrojó el trozo de lápiz culpable dentro
de la copa de ponche—. ¿Quién tiene un lápiz decente?
¿Quién quiere prestarme uno? He de dibujar otra vez.
¡Un lápiz, un lápiz!¿Quién tiene uno? —exclamó
volviéndose a todas partes, con la mano izquierda
apoyada en la mesa y agitando la derecha. No pudo
obtener ninguno. Entonces se volvió y se dirigió a la
habitación de al lado, hacia Clawdia Chauchat, que se
hallaba de pie, como él sabía perfectamente, cerca de la
puerta del pequeño salón, y que desde allí observaba
sonriente la agitación en torno a la mesa de ponche.
Detrás de él oyó llamar en palabras sonoras y
extranjeras.
—Eh!Ingegnere!Aspetti!Che cosa fa? Ingegnere!
Un
po di ragione, sa!Ma è matto questo ragazzo!
Pero esta vez quedó perdida, y se vio entonces a
Settembrini, con el brazo levantado por encima de la
cabeza y los dedos separados —ademán usado en su
país cuando no es fácil expresar el sentir— al mismo
tiempo que lanzaba un «¡Eh...!» prolongado, salir de la
sala del Carnaval.
Hans Castorp se hallaba de pie, mirando de muy
cerca el epicanto azul gris verde de aquellos ojos
hundidos sobre los pómulos salientes, y dijo:
—¿No tendrías, por casualidad, un lápiz?
Estaba pálido como la muerte, tan pálido como
cuando, manchado de sangre, regresó de su paseo
solitario y entró a escuchar la conferencia. El sistema de
nervios y vasos que regía su rostro funcionó de tal
manera que la piel, exangüe, se arrugó, la nariz apareció
más puntiaguda y la parte situada bajo los ojos adquirióel aspecto plomizo de un cadáver. Pero el nerviosimpático hacía latir el corazón de Hans Castorp de talmanera que ya no podía hablarse de una respiración
regular, y los escalofríos recorrían su cuerpo debido a
las glándulas que se contraían al mismo tiempo que las
raíces de los cabellos.
La mujer del tricornio de papel le miró de arriba
abajo con una sonrisa que no revelaba piedad alguna ni
inquietud ante aquella cara desencajada. Ese sexo no
conoce tal piedad ni inquietud ante los destrozos de la
pasión, de este elemento que por lo visto le es mucho
más familiar que al hombre, el cual, por naturaleza, no
puede soportarlo. Y esto produce a la mujer, cuando lo
comprueba, una satisfacción burlona y maligna. Por lo
demás, él no se preocupaba de mover a piedad ni de
despertar inquietud alguna.
—¿Yo? —contestó la enferma de los brazos
desnudos al «tú»—. Sí, tal vez. —Y había, a pesar de
todo, en su sonrisa y en su voz un poco de esa emoción
que se produce cuando, después de largas relaciones
mudas, es pronunciada la primera palabra, una emoción
maliciosa que hacía entrar secretamente el pasado en el
instante presente.
—Eres muy ambicioso... Estás lleno de celo... —
continuó diciendo con su acento exótico, con su «r»
extranjera, su «e» extranjera y demasiado abierta,
mientras su voz, ligeramente velada, agradablemente
ronca apoyaba el acento sobre la segunda sílaba de la
palabra «ambicioso», lo que terminaba de hacerla
parecer exótica. Metió la mano en el bolsillo y buscó el
objeto. Sacó de debajo de un pañuelo un minúsculo
lapicero de plata, delgado y frágil, un pequeño artículo
de fantasía que apenas podía servir para nada. El lápiz
de otro tiempo, el primero, había sido al menos más
manejable y útil.
—Voilà —dijo ella, y se puso el pequeño lapicero
ante sus ojos sosteniéndolo por la punta y haciéndolo
girar lentamente entre el dedo pulgar y el índice.
Hacía como si se lo ofreciese y negase al mismo
tiempo, y él entonces hizo ademán de cogerlo, es decir,
elevó la mano hasta la altura del lápiz, con los dedos
dispuestos a asirlo, pero sin llegar a cogerlo
completamente, y desde el fondo de sus ojos color de
plomo, su mirada pasaba alternativamente del objeto al
rostro tártaro de Clawdia. Sus labios, exangües,
permanecían entreabiertos, inmóviles, y no se sirvió de
ellos para hablar cuando dijo:
—Ya sabía que tú tenías un lápiz.
—Prenez garde, il est un peu fragile —dijo ella—.
C'est à visser, tu sais.
Sus dos cabezas se inclinaron y ella le enseñó el
mecanismo del lápiz, un mecanismo completamente
corriente. Se hacía girar la tuerca y entonces aparecía en
la punta una delgada mina de plomo, puntiaguda como
un alfiler, probablemente dura y que apenas debía
marcar.
Permanecían inclinados el uno hacia el otro. Él iba
vestido para la velada, llevaba el cuello almidonado y
pudo, por lo tanto, apoyar en él su barbilla.
—Pequeño, pero tuyo —dijo él, con la frente muy
próxima a la de ella, hablando hacia el lápiz y sin mover
los labios.
—Oh, ¿tienes incluso ingenio? —dijo ella con una
risa breve, abandonándole el lápiz. (Por otra parte, Dios
sabe si él podía mostrarse ingenioso, pues con toda
evidencia ya no tenía una sola gota de sangre dentro de
la cabeza)—. Bueno, vete; dibuja, dibuja; dibuja bien y
distínguete de los demás.
Parecía que quería alejarle.
—No. Tú debes dibujar también. Es preciso que
dibujes —dijo él dando un paso hacia atrás.
—¿Yo? —preguntó ella con una sorpresa que
parecía referirse a otra cosa que a aquella proposición.
Sonreía, ligeramente turbada. Permaneció inmóvil, pero
luego siguió el movimiento de retroceso de Hans
Castorp, que parecía magnetizarla, y dio unos pasos
hacia la mesa del ponche.
Pero el interés del juego había decaído, estaba ya
próximo a expirar. Algunos aún dibujaban, pero ya no
tenían espectadores. Las tarjetas estaban cubiertas de
garabatos, todos habían manifestado su incapacidad, y
la mesa estaba abandonada.